No sé. La verdad, que no sé. Sentado en un sillón, o caminando por la calle, o en la mesa de un bar. En cualquier lado y en cualquier momento. Un amigo pregunta, o yo mismo pregunto. Y la respuesta sorprende: “no sé”. ¿Pero te pasa algo? No, no sé. La verdad que no sé. ¿Y entonces? No sé. Silencio. Quizás una mordidita de labios, un diente encima del labio inferior, una levantada de hombros, unos ojos que se abren como huevo duros. No sé, la verdad, que no sé. Silencio. La cabeza que se sacude como intentando despejar la incógnita del momento. El porqué. No sé. Silencio. Estoy como raro, estoy como incómodo, pero no sé cual es la palabra, como fuera de lugar, como desganado… estoy como triste. Pero triste no debe ser, porque estaría triste? ¿Por qué? ¿Se puede? Si está todo bien, no me pasó nada. Sentirse sin sentirse. Que difícil no conocerse, que difícil. Y qué difícil no encontrar el lugar de donde nace el malestar. Como cuando una lámpara deja de andar, pero no es la lámpara. Y no es el enchufe, y no es el cable. Y no es nada. Asumir la ignorancia propia como territorio ajeno. Incorporarla. ¿Puede la tristeza ser como el clima? Un hecho ajeno a nosotros, un temporal que viene y se va, el resultado químico de un montón de partículas que nos ignoran, que no conocen nuestro nombre. Un viento fuerte que pasa y se va sin que podamos hacer nada. La tristeza como un hecho que no depende de nosotros, como ajeno. ¿Es posible?
Un sentimiento al que le exigimos siempre un poco más. Somos crudos con la tristeza, exigentes, duros. A la tristeza le pedimos papeles, certificaciones, motivos. No le abrimos la puerta de la casa, la tratamos mal, la miramos con desconfianza cuando llega. Tiene sentido desconfiar, claro que lo tiene. La tristeza y su pesado yunque que nos aplasta. Pero a la alegría no le pedimos explicaciones. ¿Será por aquello de que a caballo regalado no se la miran los dientes? Nos levantamos contentos y nada pensamos sobre el lugar de donde viene todo aquello. Nadie le pide pasaporte a la risa.
La sorpresa de encontrarnos tristes sin saber por qué. De identificar el sentimiento, de ponerle nombre. De sacar cuentas y descubrir que sí, que es eso. Que no hay otro nombre que el de la tristeza. Hay que repasar. Hay que buscar. No se sabe que se va a encontrar. ¿por qué porque? ¿Es algo del laburo? podría ser… pero que? cierto malestar? ¿capaz que mucha presión? ¿Alguna cagada que me mandé? ¿Alguna evaluación? ¿o es el amor? ¿Es capaz la pelea del otro día? pero si estamos divinos juntos… ¿será la familia? ¿será que no vengo haciendo ejercicio? ¿será que me puse viejo? ¿será que perdió Peñarol? ¿Qué me tiene mal? ¿Qué puede ser? ¿capaz que vi unas fotos viejas? ¿Capaz que algo que me hizo acordar a alguien? Capaz que no conseguí con quien ir al cine? Necesito saber para poder cambiarlo o necesito cambiarlo para poder saber. ¿Si? ¿pero para qué quiero saber? ¿O en realidad siempre se sabe? ¿Qué es saber? Quizás siempre sabemos que nos tiene tristes, en algún lugar al menos. Ya sabemos. La respuesta está ahí. No es un crucigrama que alguien armó, en todo será un rompecabezas que espera ser armado.