El ilusionista

El otro día subió un mago al ómnibus. Un ilusionista según dijo él. Si alguien más viajaba en el CE1 a eso de las 11 podrá confirmarlo. No creo que deba ahondar en lo que significa un ómnibus transitando por 18 de julio al lento ritmo del tránsito, bajo un sol enfático del final de la mañana. Imaginen una mañana mucho más ardiente que esta. El ambiente es una mezcla de calzoncillo usado y ventilador roto. En el medio de la rutina de un martes de diciembre. Estoy bastante seguro que uno podría decir que el 100% de los pasajeros preferiría estar en otro lugar. Quizás alguno esté feliz, yendo a un trabajo nuevo, a una entrevista prometedora, volviendo de lo de una amante, puede ser, pero a priori diría que el pasaje capitalino de un martes al mediodía está compuesto de gente que siente que vive en el infierno.

El ilusionista que sube tiene esa actitud que está en la mitad de camino de la amabilidad y la invasión. De primera le habló al chofer con lujo de detalles sobre la tarjeta STM, pude saber, entre otras cosas que la había perdido el jueves pasado y que entonces no pudo trabajar y que eso es porque la guarda siempre suela pero ahora no la guarda más suelta si no que tiene este estuche que compró en un puesto entonces lo primero que hace es guardar la tarjeta y después sacar las cartas. No tiene pinta de ilusionista, aunque tampoco se que pinta tienen los ilusionistas, ni tengo muy claro porque tendrían que tener pinta de algo un ilusionista.

Cuando deja de hablar mira el ómnibus y dice “uy, está bastante lleno”. Un señor de adelante le dice “no, tranqui, a mi me gusta viajar enrollado en el portaequipajes. El ilusionista mira para el lado del chofer que le cierra la puerta con una sonrisita, y le dice ahora que me rompiste las pelotas para subir dale. El ilusionista empieza a pasar entre la gente y los bolsos. Yo, con una bolsa de esas nuevas repleta de cosas, más la mochila, me convierto en un estorbo. El tipo avanza, sudando, y se para ahí. Suspira, dice, bueno, voy a hacer lo que pueda. No tiene de donde agarrarse. Se mueve como uno de esos macacos que tienen arena en el suelo, aferrado con las plantas. Pide un voluntario o una voluntaria, y, no me van a creer, nadie se ofrece. El pasaje capitalino mira el suelo como los feligreses a la hora de la misa. El ilusionista dice “si no lo voy a elegir yo”, y procede a embaucar a una pobre piba sentada en la ventana. Le dice que va a ser solo elegir que mazo. Y todos sabemos que no va a ser solo eso. En ese momento, los que vamos parados sentimos que el castigo de ir erguidos al menos nos salvará de elegir cartas. A la mina se le seca el alma, se ven sus ojos vacíos y tristes. ¿Con cartas de póker o españolas? La tipa elige españolas, lo dice con el hilo de voz más fino del mundo, el susurro de un adolescente atrapado rateándose. Y empieza un truco, o juego, que de a poco va involucrando pasajeros de recónditos rincones. El ilusionista me empieza a caer bien. Si bien está mal lo que hace, no negocia la ambición ni la pasión. Su truco incluye variables complejas, memoria de distintos pasajeros, combinaciones, mucha gente. Está condenado al fracaso porque apenas podemos sostenernos en pie en un bus que maneja a esa altura un nivel de tensión digno del tratado de Versalles. Pero el tipo me cae fenómeno, no se casa con el estereotipo de mago, ni está dispuesto a hacer un truco fácil para sacar dos mangos.

En determinado momento, tres personas sostienen cartas en alto mientras una niña baraja un mazo con cara de desconcierto y un tipo con pinta de escribano se frota una carta en la frente, otra más allá mira la carta con desconcierto. Ahí es que pasa algo. Una señora se empieza a bajar al lado mío, yo voy parado con muchas bolsas al lado de una piba, una novia de bondi, que lleva la mochila medio colgada. La señora dice permiso bajo, y el ilusionista dice “perdón ya me corro” y la señora dice “no, el problema no sos vos, es la mochila”, la piba se da vuelta con una sonrisa pero la señora va en serio y la empuja la mochila para pasar, la piba le dice pero donde quiere que la ponga, ella toda dulce, toda tranqui, la señora le dice, que te la pongas en el culo, la piba no responde, la señora baja, nos miramos con la sensación de que estamos en el infierno. El ilusionista para ese momento integró a 3 personas más a su truco, mientras trata de mantenerse parado con el peso de su cuerpo y baraja dos mazos como hacen en los casinos los brazos cruzados. Algunos voluntarios iniciales ya se han bajado, y las cartas han pasado a otros pasajeros que no saben si tienen que mirar o no la carta. El ilusionista empieza a dar indicaciones con los ojos cerrados, vos subí la carta, la ven todos? silencio. Como 3 personas suben las cartas, y la gente empieza a gritar distintas cosas, algunos se enojan porque no tenían que verlas, otros porque no la ven. El ilusionista, hay que decirlo, se enoja con algunos voluntarios, y un poco mal los trata. Pero te dije que no la mires, no entendés. A otro le dice pero como te vas a olvidar la carta tengo que hacer todo de nuevo. Pero todos entendemos que es su pasión, que no es sorete. A esa altura algunas de esas personas tímidas se han vuelto activas, charlan, aplauden. La señora enojada que abandonó fue la primera de varios, me doy cuenta que solo quedamos los que queremos. Algunos mala onda se han reconvertido. Todos están dando lo mejor de si en pos de un truco que ya ha perdido el hilo. Ahora somos el trencito de la alegría. El momento cúlmine llega cuando el encargado de mirar la carta en vez de mirarla se la muestra al mago. Pero te dije que la mires… si me la mostrás como la adivino… ahora ya la sé… es el 11 de copas. El silencio se apodera del ómnibus de la buena onda. El mago rompe el clima y dice “no pasa nada, hacemos de cuenta que no la vi”. Y a todos nos parece tremenda idea, porque el truco no es lo importante, ahí me doy cuenta, lo importante es lo otro. Todos hacemos la mímica hasta el final, y los aplausos atronan el eléctrico CE1. Todos hablan con el de al lado, se charla con el guarda, el ilusionista cuenta sobre otros ómnibus, nos dice que este es uno de los mejores, que ayer le habían tocado unos re malos, nosotros nos sentimos orgullosos como un niño al que lo elogia la maestra, o la mamá. Se ve que necesitábamos un mimo. Unas señoras que habían estado calladas se levantan, son la famosa vieja de bondi, con todo el respeto lo digo, lo abrazan al ilusionista, le cuentan cosas. Cuando el ilusionista se baja nos miramos entre todos, la vieja se baja, y ahí todos nos damos cuenta y decidimos bajarnos con él, ya no tiene sentido seguir.

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