Valentina se toma el mismo bondi, como todas las mañanas, a la misma hora, en el mismo punto. Sube de la misma manera y generalmente con el mismo estado de ánimo, que podríamos decir que es casi como la nada misma. Un híbrido entre estar despierta y dormida, como en pausa todavía del mundo, no queriendo estridencias ni desajustes de ningún tipo. Modo casi autómata, sabiendo que dos paradas antes de llegar al laburo va a tener que activar su sistema nervioso central a como dé lugar.
Todos los días, a la misma hora y en el mismo bondi, pasan cosas bastante parecidas, o al menos dentro del mismo rango de espontaneidad. El chofer escucha M24 bajito, están ocupadas todas las filas de la ventanilla hasta la mitad del recorrido, después se llena. Valentina cabecea un poco hasta que el bondi dobla y ahí levanta rápidamente la cabeza.
Y así, varias de estas cosas se repiten una y otra vez, y para Valentina está bien, y es lo normal.
Pero un día Valentina despertó un poco extraña, no sabremos si fueron las hormonas, la luna en piscis o los 5 años de terapia gestáltica que tenía arriba, pero ese día sintió que todo era distinto. Como si se hubiera cambiado los lentes con que veía todo, y ya no podía volver a ver como antes. Un click, una caída de ficha, un antes y un después.
Ya de camino a la parada, comenzó a ver como los matices de grises del barrio Cordón comenzaban a tornarse más negros o blancos, incluso azulados o verdáceos. La gente le parecía muy inquietante, como si escondieran secretos o estuvieran viviendo algo trascendental en sus vidas en ese momento. Todo estaba teñido de extrañeza, pero le divertía sentir que algo estaba cambiando.
Llegó a la parada y vió como dos niños con túnica y moña jugaban de mano y se reían. Valentina pensó en cuando era niña y cuando los juegos de manos se tornaban peligrosos, y densos. Se acordó de su hermano una vez que se le partió un diente saltando en la vereda, y mientras miraba la escena recordando, otro bondi toca un bocinazo a los niños que estaban corriendo abajo del Cordón. Valentina como por instinto grita: ¡CUIDADO!
No pasó nada pero ella sintió algo parecido a una corazonada.
El bondi de siempre pasó y Valentina se subió. Eligió el asiento de siempre, bastante atrás y del lado de la ventanilla. Se puso en los auriculares un tema de los Beatles y observó a través de la ventana como las personas corrían por las calles para llegar quien sabe adonde, con caras serias, gestos duros, tristeza en los ojos, o algunos con sueños, ilusiones. Se preguntó si ella todavía tenía sueños que quería cumplir, o si estaba a tiempo de volver a enamorarse alguna vez. El bondi casi sin frenar sube a una viejita con bastón, que hace malabares para agarrarse y no caerse, Valentina no puede creer porque el chofer hace eso. Seguido de dos tipos que se hacen los dormidos para no darles el asiento a la pobre anciana, que miraba con ojos perdidos. Una madre rezonga a su hijo y le aprieta el brazo mientras le habla por lo bajo. Valentina se indigna por un ratito, de la violencia del mundo y la mezquindad. Y la vida en la ciudad, como un agujero negro de asfalto y mediocridad. Vuelve a mirar para afuera, mientras suena BLACKBIRD, y enseguida ve un tipo tirando de un carro al que se le estaban cayendo cosas, otro tipo frena el auto y lo ayuda. Ambos gesticulan, se ríen y se saludan. Más adelante en 18 de Julio, una pareja de adolescentes se abrazan y corren riéndose. Valentina se ríe con ellos, tipo espectadora cómplice. Y respira hondo. Como si la vida misma le hubiera ofrecido un espectáculo de intensidades. Aunque sabía que no, que no era así. Que era solo un día de su vida normal, un día como cualquier otro. Como si nada. Y casi como desconfiando de ella misma por haber sentido mucho. Piensa: Claro: La vida es eso que está del otro lado de la ventanilla del bondi.