Olvidamos

Foto: iStock

Fue Aureliano sentado ante su escritorio de tapa de vidrio que descubrió que la fórmula que había defendido a sus antepasados de las evasiones de la memoria ya no tenía ningún sentido. Estaba muerta, inutilizable. Aureliano tecleaba insistentemente en la computadora – la computadora de mierda esta – buscando un archivo absolutamente imprescindible, clave, sobre el que se balanceaba todo el proyecto. Pero que no existía, o si existía no había forma de encontrarlo. Eso, en realidad Aureliano sabía que existía. Informe 01, no… resultados 2022 nada, entrega final… nada de nada. balance, si, pero no, no es lo que busco. En algún lado estaba, eso Aureliano lo sabía, sabía que buscaba algo que existía, y también era plenamente consciente de que ni la existencia, ni la búsqueda, significaban nada, que no iba a aparecer. Y si aparecía, era de casualidad. Pero no podía abandonar la búsqueda. Se levantó de su silla y miró alrededor, con la cabeza latiendo lentamente producto de los largos minutos de furia frente al teclado.

Intentó buscar en su celular el nombre del amigo aquel de informática, para ver si tenía alguna pista de como recuperar el archivo, pero ya no sabía el nombre del amigo, y mucho menos el número, y tampoco recordaba alguna palabra de la conversación para buscar, de hecho dudaba si habían sido amigos. Miró alrededor, y pensó en su tataratatarabuelo, perdido en el principio de los tiempos, buceando primero en la ignorancia excitante de las cosas nuevas, y luego en la peste ignorante de lo que se nos olvida. En los papeles pegados en todos lados, en los yunques y en las vacas.

A veces entraba alguien a su casa y le decía “que linda tu casa, bo”, y ahí recién Aureliano miraba. La verdad que era linda. Asumía que la había decorado él, pero no podía estar seguro. Tampoco podía confirmar de donde venían los objetos que se suponía que tenían que darle placer, o confort, o sensación de hogar. “Ay que belleza esto Aureliano” Sobre el mueble un puñado de piedras que Aureliano sabía perfectamente eran recuerdos de momentos gratos. Pero que momentos, ¿la brillante era del norte argentino o del campo del abuelo en Tala? ¿La amarilla era un recuerdo del demolido teatro o de la escuela? “¿de donde trajiste esto?” Tampoco sabía a ciencia cierta quien le había regalado el tucán, o el elefante de madera, y mucho menos sabía de donde había venido el cuadro que adornaba la esquina superior, aunque algo le latía fuerte cuando lo veía. Miró los libros, no podía saber de que iban la mitad de los libros de su biblioteca, y de la otra mitad apenas recordaba que le había gustado, pero no sabía por qué. ¿La mesa ya la tenía cuando vivía en el Prado o la había comprado en Sayago? ¿Y la cocina era la que tenía con Petra o era una nueva? ¿Y el tocadiscos era el de su viejo o era el que compró cuando se rompió el de su viejo?

Aureliano suspiró. Vio cosas que no sabía ni para qué servían, mil tipos de espátulas con usos distintos, utensilios varios, y otras cosas sin nombre. Cosas que nadie había tomado el trabajo de nombrar. Cosas tristes. Cosas de días en que Dios se puso perezoso o que andaba con ganas de ahorrar tiempo, arrojó algunas cosas al mundo sin haberle dicho a los humanos como debían llamarlas. O quizás en algún momento supo el nombre de todo, y supo de donde venían las cosas que amaba y de las que no quería desprenderse. 

Aureliano pensó que le confiamos nuestra memoria a alguien que no conocemos. Cuanto mide Uruguay, cuantos habitantes tiene Polonia, a que hora juega el Manchester, quien era el lateral derecho del 2010, que ómnibus me lleva a lo de Marcos. Pero no se puede googlear porque nos gustan nuestros adornos, porque el sillón tiene una mancha de vino, de donde vienen los recortes de diarios. 

Aureliano recordó su nombre, que aún le significaba algo, agarró una libreta vieja, una lapicera, y se puso a escribir lo que aún se acordaba, el cuadro de la feria, el libro de la tía, un vinilo medio arruinado. No era mucho, pero no era poco.

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